MANUEL JULAR.
Descensus ad inferos.
Sobre Manuel Jular (León, 1939) hablan ya las enciclopedias, en su rudimentario tono biográfico (Wikipedia, por supuesto), pero si se quiere saber de él, al menos del Jular más reciente, véase (y léase, y piénsese) ésta muestra. Porque quien aquí se muestra lleva estos últimos años enredado en hipogeos y catacumbas con el auxilio del brillo céreo de una pantalla de ordenador. Y de esos yacimientos el infatigable Jular ha trasladado a la decantación del Museo algunas series pictóricas donde mezcla la invocación de iconos consagrados de la historia del arte con la especulación y el collage digitales. Joven y arriesgado desde siempre, ha descendido órficamente a esas infinitas retículas y sendas que se bifurcan, se entrelazan y vuelven a separarse que constituyen la arqueología de las formas y su manifestación contemporánea. Ha rescatado trazos apurados sobre los que revolver en su taller cibernético. Ha disfrutado de apuntar del natural, pues nada más natural que aquello que reconocemos de inmediato como parte de nosotros. Manuel ha descendido ad inferos, lugar que guarda tantos pasados y memorias como relatos se han olvidado en sus orillas para su perpetua evocación. Del infierno se infiere, se lleva hacia dentro, se acarrea. Y con esa carga, Jular ha regresado. Para su descarga.
A algunos de estos bagajes y encuentros los llama jáculas y máculas, que se muestran como eyaculaciones o jaculatorias (tanto da) de su pincel incorpóreo, venablo virtual que se ceba en aquello que puede o debe ser cazado, apresado, aprehendido. Y puestos al latín, jacula es también la red del pescador (y la del gladiador) que se arroja hacia la incertidumbre o el desafío. Y las máculas tiznan esos pecios reflotados por azar (si es que existe el azar) y los ponen ante nosotros de nuevo limpios, pasmosamente renovados. Eran libros, o ilustres ilustraciones, forzados a imaginar la luz desde la profundidad cavernaria de anaqueles incógnitos y son ahora piezas de dorados lomos y ojos sin párpados.
Hay también otras imágenes cavernícolas y platónicas que se despliegan o se evocan en las sombras de paredes y oquedades grutescas. Bernini, Giacometti, Miguel Ángel, Apolo y su Dafne que nunca fue suya, Pan el híbrido, un kouros que avanza impávido y un Ecce homo estático y perplejo que sufre; una Afrodita desentendida de alter ego inmaculado y virginal, una Piedad de mármol que aún es capaz de conmover y un simio que busca capacidad de conmoverse, un perrillo vivaracho y la muerte que lo roe todo... Es un viaje al principio y hay muchos compañeros, aunque reine la más absoluta soledad.
Y al fin, en el gran guiñol de un mundo lleno de falsas actuaciones, todo se cierra con un alarde de ficciones que quizás sean sombras de aquella caverna y que, como toda sombra, cuando la función acaba y se apagan los focos... se desvanece. Ese es el universo que Manuel Jular ha querido traer al Museo de León. No sorprende que así sea, pues éste es, y no otro, el universo que habitan los museos. ¿Qué otra cosa son sino la gruta, grotesca e infernal, de nuestras honduras confesadas e inconfesables? ¿Qué otra visita puede hacerse a ellos sino la destinada a reconocernos a nosotros mismos en sus quimeras de salón y sus sombras de teatrillo? Si es así, esta vez contamos con un guía excelente: nada nos dirá. Pero nos dejará caminar libres por sus laberintos.
Luis Grau. Director del Museo de León